Lo son todo para mí

 

  Relajado en el sofá, el viejo observaba con recelo las llamas que alumbraban la habitación desde la estufa.

  En una de sus manos, sostenía un puro cuyas cenizas caían lentamente a un costado, mientras que, en la otra, sostenía un vaso casi vacío de whisky.

  Sus ojos azules parecían hipnotizados por la magnificencia del fuego. El calor lo abrazaba, era su compañía en medio de la soledad.

  Pequeñas gotas de lluvia golpeaban suavemente la ventana y, una ligera briza acompañaba la danza nocturna de los árboles.

  Un pequeño reloj sonaba casi imperceptiblemente marcando el pasar del tiempo y era acompañado por una gran colección de animales disecados a su alrededor.

  El viejo permanecía en silencio, como si estuviese meditando. El mundo le era indiferente, nada le importaba ya.

  Fumó un par de pitadas vacías, dejando salir el humo lentamente de la comisura de su boca y nariz.

  Sin embargo, sus ojos permanecían concentrados en las llamas, absorbidos por completo en la locura y el desdén.

  Las brasas brillaban con fuerza, ardientes y endiabladas. El infiero estaba próximo y el viejo lo sabía.

  Sus manos, esas que durante muchos años le habían permitido ser un hábil cazador temblaban.

  Gotas de sudor se deslizaban por todo su cuerpo, mostrando indicios de esfuerzo, de su último y más ambicioso premio.

  El viejo cerró los ojos y dejó salir finalmente un largo suspiro. Acto seguido, los volvió a abrir para observar ahora sus trofeos.

  Las maravillosas criaturas que adornaban la habitación eran marcas de su vida, sus orgullos, sus más grandes recompensas.

  Lentamente recorrió con la mirada cada rincón y se dejó llevar por los recuerdos y la fantasía de sus viajes, para finalmente, centrarse en el que estaba colgado sobre la estufa.

  Un amplio adorno de madera de pino dejaba mostrar la silueta de una figura en las sombras.

  El viejo dejó el puro junto al vaso en una mesita a su lado y se levantó rumbo a ella. Estiró sus manos y con sumo cuidado levantó su premio.

  Sus dedos ahora, se teñían de una sustancia oscura y viscosa que lentamente dejaba caer algunos restos al suelo.

  Se agachó con cierto esfuerzo para quedar bajo la luz de las llamas y dejó ver aquello que resguardaba ahora entre sus brazos; la cabeza de su esposa.

  Aquella mujer que para el viejo había sido su más grande amor, ahora se posaba en un sueño infinito de muerte.

Dos cuencas negras dejaban ver en el fondo la carne y sus restos.

- “No puedo acostumbrarme a tu mirada sin ojos.”- Se dijo a si mismo. – "Tu y yo sabíamos que no había vuelta atrás, nunca te gustó que yo trajera mis trofeos a casa".

  Finalmente, el viejo, en un rápido movimiento, arrojó la cabeza al fuego y las llamas, se adueñaron de toda su existencia.





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